El expreso Boliviano y la frontera con Argentina. Página 14

Es curioso, pero el tren que me llevo a Argentina desde Uyuni, fue el transporte más elegante en el que viajé. Era un tren limpio, con televisor en cada vagón y cientos de campesinos bolivianos ordenadamente sentados. Yo iba en la ultima fila. Un argentino, el primero que había visto en todo el viaje, se hizo al lado mío. El tipo medía casi dos metros, ocupo silla y media. En el pedazo de silla que me dejo, iba yo; empacado en lana. Era de noche y por la ventana no se veía más que polvo. Empezó una película sobre la vida de Michael Jackson. Sobre su mente de niño inocente, los malentendidos causados por su alma infantil y su música. No perdí detalle. Ya la había visto antes, pero verla ahora en un tren que cruza el sur de Bolivia, ahora después de su muerte, era algo que no se me iba a olvidar. Cerca al final de la película empezó a picarme todo el cuerpo. Una piquiña constante y aguda, que empeoró cada minuto de las 7 u 8 horas del viaje. Me revolcaba como un perro herido y no encontraba alivio.
Él argentino dormía plácidamente y yo quería saltar entre un río. Descubrí que la causa del escozor, era la lana. Al parecer era alérgico y tenia todo el cuerpo brotado. Me quite de encima la lana que pude, menos los pantalones debajo del jean, donde más me rascaba. Me cubrí con la chaqueta y me baje el jean, con todo y pantalón de lana hasta la rodilla. A los pocos minutos, sentí una mejoría. Pude dormir.

Al despertar, ya era de día. Llegábamos a la estación de la frontera. Yo tenía los pantalones abajo y el argentino me miraba de reojo. Todo el mundo se bajo y yo me quede unos minutos haciendo maromas con la ropa. Cogí un taxi hasta migración. Había una fila larga. Quede casi de primero. En la entrada se leía el letrero de una de las metas finales: Bienvenido a Argentina. Había cruzado más de 7 mil kilómetros. Aunque no era el destino final, sentí que algo se soltaba en mi pecho. Algo que aligero la maleta. Al llegar a la ventanilla, la oficial me dijo que no podía entrar. Que debía primero, ser requisado en un cuarto aparte. Supuse que por colombiano. Acepte acostumbrado a este tipo de tratos. En ese cuarto fue cuando vi la escena del oficial de policía que humillaba al boliviano. Lo imagine como un oficial de policía secreta, de una de esas películas argentinas sobre la dictadura. Era un bastardo. Temí que el resto de los argentinos fueran iguales. El trato conmigo fue mejor, pero igualmente humillante. Tiro mi ropa al piso, mis libros, unas chocolatinas que le llevaba a mi amiga colombiana que me espera en Buenos Aires y una camiseta que me había regalado mi mamá en Guayaquil. Recogí las cosas y las metí en mi maleta. Me dejaron seguir.

La humillación es algo que no supero fácilmente. Al salir de migración quería correr de regreso a Bogotá. Pensé que la fama que tenían los argentinos de arrogantes, de rechazar sus raíces latinas y avergonzarse de sus vecinos era verdad. En unos pasos cambie de opinión. La Quiaca es un pueblo gris. Como el primer pueblo de argentina que conocía, esperaba algo diferente. Pero encontré factores comunes con todos los destinos que había visitado: Niños sucios con hambre, aindiados con acento de Maradona, pobreza y alegría. Factores que se repetían esporádicamente, en todos los lugares de Sudamérica. Factores que no eran distintos en Argentina. Compré el
tiquete directo a Buenos Aires. El viaje duraría 24 horas. Era el más caro, así que tenía la esperanza de que fuera el más cómodo. No había luz en todo el pueblo, así que no tenía nada que hacer, más que esperar. Conseguí el diario local. La crisis por la porcina estaba alborotada por el frío. Buenos Aires era el lugar con más muertos de Sudamerica. Me sorprendió la narrativa de los periodistas argentinos, al fin y al cabo era un diario cualquiera, pero con textos elaborados, bien construidos, con adjetivos precisos y metáfora; algo que había muerto hace mucho en el periodismo de mi país. Lo leí y releí y empece a sentir la gran diferencia de ese país con la del resto de Latinoamérica. Había llegado a un país que respiraba poesía.

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