El salar de Uyuni pagina 13

En el viaje dormimos poco. Carlos seguía enfermo. En algún momento se había terminado la carretera pavimentada y el bus andaba en pequeños saltos. Por las ventanas no se veía absolutamente nada. No quedando de otra me dedique a pasar Silent hill en mi PSP, hasta que se termino la batería. Llegamos a Uyuni hacia las 4 y 30 de la mañana. Yo venía aguantando una orinada tremenda. El baño del bus estaba repleto de mierda. Entrar era un suicidio. Cuando el bus paró en una calle del pequeño pueblo boliviano, me apresuré a salir. De golpe, unos menos cuantos grados centígrados atacaron cada célula de mi piel. El frío era brutal. Sentí que se me iban a congelar los dedos de los pies. El bus se fue y nos dejo a todos en medio de esa helada oscuridad. Una señora vendía tures al Salar, que salían a las 9 de la mañana. Le pagamos, después que nos prometió dejarnos esperar las cuatro horas en su oficina, que tenía calefacción. A las 10 de la mañana, ya estaba preparado. Me había comprado unos pantalones de lana que iban debajo del jean. Uyuni es un pueblo solitario, la bulla la hacen los turistas.

Carlos, dos brasileñas y un muchacho boliviano éramos el grupo que saldríamos en una vieja camioneta Chevrolet destartalada. No había forma de alegar devolución de dinero. El carro era tan viejo que los demás turistas le tomaban fotos. Y en un cementerio de trenes que paramos, más de uno se detuvo a posar al lado de la vieja camioneta. El chofer era un adolescente, uno que le gustaba andar hasta lo que le permitía el carro a unos 120 kilómetros por hora; que en ese carcacho era como estar viajando dentro de una licuadora. La llave era un destornillador de pala y las ventanas estaban atascadas. Para completar, la fiebre de Carlos no daba tregua y las brasileñas se metieron en su propio mundo, no hablaban español.
El panorama cambió cuando entramos al Salar. Una eterna llanura blanca se perdía en el fondo del paisaje. Era un lugar de otro mundo. Algunas pequeñas montañitas de sal, eran lo único que bloqueaban el camino de la camioneta. Perderse era muy fácil. No había carreteras, ni metas en la distancia. El campero atravesó el desierto de sal por unas dos horas a ciento veinte kilómetros y por momentos temí que nuestro experimentado conductor no tuviera ni idea de hacia donde iba. O que la nave que nos transportaba pasara a mejor vida y quedáramos atrapados en medio de la nada. De cuando en cuando, pasábamos carpas de gringos hippies acampando como si estuvieran en una inmensa playa sin mar. Esos gringos hippies son los especímenes más extraños que pueden existir.
Finalmente, se asomó una montaña verde. Se veía cerca, pero nos tomo una hora llegar hasta ella. Era un volcán. En su ladera había un hotel. Almorzamos allí una especie de arroz delgado. Las brasileñas se quedaban esa noche en el hotel, ivan a escalar el volcán temprano en la mañana. Carlos, el boliviano y yo seguimos hacia otro oasis. Este era una mancha, guardada por cactus espinosos. Conocimos dos ecuatorianas. Las dos eran feas y amables. Me acosté en el piso blanco. Tenía los labios partidos. Carlos no se bajo del carro, la fiebre no le paraba. El cielo era azul, sin nubes. Me quede pensando que ya estaba cerca a Buenos Aires. Que no había sido atacado por la porcina y que si Carlos no moría, probablemente fuera a ser el mejor viaje de mi vida. Cuando volví en sí, el conductor reparaba la nave. Me asuste por un momento, pero el carro respondió. Eran las cinco de la tarde y era la hora de volver. Carlos se regresaba a Peru en el bus de la nueve de la noche. Yo seguía en tren hasta la frontera con Argentina, en el Expreso Boliviano. De nuevo, viajaría toda la noche.

Al regresar a Uyuni, sentí tristeza al despedirme de Carlos. Es increíble como funciona la amistad, los amigos de verdad no necesitan que los llamen o los busquen, así pasen años cuando los vuelves a encontrar todo sucede como si el tiempo no hubiera transcurrido. Así fue con él. De nuevo, lo había metido en una locura. Como lo hacía en los viejos tiempos de borracheras y desordenes en Londres, cuando llegaba a su apartamento con parrandas de borrachos. Él se despidió, como un hermano, uno peruano. Y yo me quede de nuevo en la más absoluta soledad. Está vez en medio de un frío y desolado poblado Boliviano.

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