Guayaquil y el adiós de mi mamá, Página 5

En Guayaquil mi mamá ya se ve cansada. Ha sido un viaje de casi una semana, que la mayoría del tiempo hemos pasado sentados en un bus. Le digo que es mejor que regrese a Bogotá en avión. Ella insiste primero en acompañarme hasta Lima, después de convencerla de que no, dice que va a regresarse en bus todo el camino recorrido. Es una idea típica de ella, valiente y testaruda. Una idea a la que si me opongo radicalmente, muy seguro llevara a cabo. Uso psicología inversa. Logro convencerla de comprar el pasaje de vuelta a Colombia en avión. Se regresa al día siguiente, en el vuelo de la tarde de Avianca. Siento que es hora de continuar sólo.

En la tarde caminamos por el Malecon hasta llegar a un barrio llamado Las Peñas. Es un barrio colorido y tradicional. Con locales comerciales y bares incrustados por un camino de casas que asciende hasta estrellarse con un faro antiguo de piedra, desde donde se ve todo Guayaquil. Oscurece y el barrio se ilumina, es hermoso. De nuevo hay gringos por doquier y empiezan a asomar camisetas del che, manillas tejidas y mochilas. Es cuando me doy cuenta que los lugares donde se encuentran todas esas artesanías, son sinónimo de gringos. Da la misma si la hacen en Boyaca o si las hacen en el Cuzco. Los gringos van tras esos tesoritos como si fueran cabezas de animales que han casado en peligrosos safaris de un Serengueti sudamericano.
En la mañana antes del viaje de mi mamá, vamos a un centro comercial. Ella tiene la buena costumbre de llevar regalos de sus viajes a todo el mundo: hermanas, esposo, primas, sobrinas y hasta amigas. Para mi, es la peor maldición. Ella puede pasar horas frente a las vitrinas de un local y no comprar nada. Y mi mayor temor, cuando decidió acompañarme inicialmente, se hace realidad el ultimo día. El temor de perderla entre los almacenes de un lugar desconocido. Por un segundo, la deje de ver. Luego de casi dos horas de espera, sentado en el mismo lugar donde la había perdido, misteriosamente reaparece con la cara escondida entre bolsas multicolores de todo tipo. No dice nada. Yo trato de armar pataleta, pero ella me ignora. Me dice que la acompañe al aeropuerto. Su vuelo es en una hora.

Llegamos con el tiempo justo. Me abraza, me da unos dólares que le sobraron. Insiste que hubiera preferido regresarse en bus. Llaman su vuelo por los parlantes. Dice que me cuide y que no me vaya a emborrachar en Lima, cuando me encuentre con mi nuevo compañero de viaje. Me da la espalda y se pierde por el pasillo de inmigración. Ahí quedo yo. En medio de gente desconocida, en un lugar distante y extraño. Con una mochila que me cruza de un hombro al otro y un pesado backpack en la espalda. Estoy solo y lejos de casa. Y por primera vez desde que inicié el viaje me doy cuenta de eso. Un empleado del aeropuerto lleva a una señora que tose de la mano. Él tiene un tapabocas. Por un instante, me siento tranquilo.



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