Ipiales, Kilómetro 880 Colombia. Pág 2.
Popayan es una pequeña y bella ciudad blanca. Un lugar donde treinta minutos son suficientes para recorrerla por completo. Desayunó en el terminal y compró mi pasaje de bus directo a Ipiales. Mi mamá a ultima hora ha decidido acompañarme hasta Quito. -¨Siempre he querido conocer Ecuador¨- Repetía. Lo mismo ha dicho de Sydney, Paris, Leticia y no se cuantas ciudades más. No hay forma de negarse, no a ella. Un no equivale a miles de sis. Y si hubiera logrado convencerla de lo contrario, hubiera
encontrado cualquier otro lugar para escaparse sola. Porque esa es su motivación, huir de la casa por temporadas, huir del smog de Bogotá, de su alcoba. Yo estoy entre la espada y la pared, era un expedición tipo Amudsen al polo sur, ahora deslegitimada por la compañía de mi madre. Pero por otro lado, estaba más tranquilo teniendola como compañera de viaje. Ella es una mujer impulsiva, independiente, con la extraña capacidad de siempre hacer lo
contrario de lo que lo todo el mundo le dice. Fue juez de un pueblo en Boyacá por más de 25 años y todavía tiene la costumbre de separar a la gente entre buenos y malos. Cuando habla, no para y tiene un increíble superhabit de sueños que parece haberme heredado en los genes.
-¨El bus ya va a salir¨- Dice.

El viaje lo hacemos en silencio. El bus serpentea la cordillera Occidental de los Andes con dificultad. Es un día soleado. El chofer parece un papá en miniatura, con un bigote insípido y una corbata que le llega a las rodillas. Pero eso si, maneja como un salvaje. Frena con la caja y nos tortura con una saga de películas grotescas de Rob Sneider. Se su nombre porque lo odio.

Llegamos a Ipiales hacia las 10 de la noche. Conseguimos un hotel decente, en el centro de la ciudad. El diario local, habla de una banda de contrabandistas ecuatorianos y de dos muertos por porcina en un colegio público de Pasto.

Al otro día vamos a las Lajas. No soy religioso y mi mamá nunca lo ha sido. Detesta los curas, con sus perversiones y su ego desbordado. Yo no los odio, pero si sus mentiras. Odio cualquier estupidez que vuelva borregos a los hombres. De todas formas, el lugar es
espectacular.
La iglesia cuelga del borde de una montaña, desafiando las leyes de gravedad. El puente en piedra se extiende sobre un abismo, convirtiendose en un hermoso camino empedrado. Fieles y más fieles bajan el cerro, repletos de peticiones y ruegos, que algunos agradecen con placas de bronce y metal que adornan el sendero a las Lajas. Enfermos terminales, niñas con vestidos blancos de primera comunión, monjas y un par de ladrones, hay de todo. Mi mamá se entretiene con las tiendas de artesanos, que vuelven toda figura religiosa en un producto: Imágenes de todos los santos, de todas las vírgenes, rosarios y hasta diablos con tridentes. Yo la afano. Quiero salir de Colombia tan pronto como sea posible.

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