Quito y el chiflado de Correa. Pág 3


El viaje a Quito es largo e incomodo. Nos hemos dejado presionar por un grupo de niños que nos atacó como un enjambre de avispas en el terminal de Tulcan. Nos arrastraron junto con ellos a un viejo bus destartalado. No se como en esos pocos segundos, mi mamá logró comprar dos botellas de agua y unas empanadas, ya con el sabor de Ecuador.
El recorrido es largo y la mayoría de los pasajeros son colombianos que no tienen ninguna intención de regresar. Una familia de negros caleños van hasta Chile en bus, pero a vivir. Nos cuentan que huyen de la violencia de su barrio. Hay varios retenes de la policía ecuatoriana. En todos ocurre la misma escena, se suben al bus miran de reojo, bajan la familia de negros, les sacan el equipaje, los fisgonean y luego los dejan volver a sus sillas. Ellos lo toman con humor y padres e hijos sonríen siempre con sus blanquisimos dientes. Los policías tienen la certeza de que ellos son colombianos de no retorno, pero no les importa. También están seguros que no van a quedarse en Ecuador.
Siempre peleo por la ventanilla del bus porque es como ver cine. En esta ocasión, se asoman imponentes volcanes, prados verdes, pueblos a medio hacer y un limpio cielo azul. La mayoría de la gente del Ecuador, por lo menos del norte, es idéntica a la del suroccidente colombiano: bajitos, aindiados, y aunque suene contradictorio, bullosos y tímidos a la vez. Podrían pasar por inocentes en cualquier lugar del mundo.
La llegada a Quito es de noche. No hay mucho por ver y no tenemos ni idea de donde bajarnos. Mi mamá se ha hecho amiga de medio bus. Nos quedamos en una gran avenida. Un taxi nos lleva a un hotel que atiende un viejo vestido con la moda de los 50, de tirantes y camisa a rayas. Nos recomienda comer en la Plaza Mariscal Foch. Ahí tengo mi primer encuentro real con Quito. Una ciudad populosa, ordenada en promedio y repleta de extranjeros. No estoy acostumbrado a ver tanto gringo concentrado en un lugar, Bogotá no es precisamente una ciudad turística. Se paga en dólares, hay restaurantes de todo tipo y café internet estilo loft. Mi mamá se ve más sorprendida. Entró a un café. Ella quiere dar una vuelta, la espero ahí. Cuando regresa, al cabo de casi una hora, llega con ideas nuevas. Ahora quiere conocer Guayaquil y las playas de Salinas. Una señora de una tienda se los recomendó. A regañadientes acepto desviar mi ruta . “Pues ya estando aquí...” dice. Al salir hay una pareja de ecuatorianos besandose en una banca. Se ven raros. Son extraños en medio de la avalancha de gringos que entran y salen por todo lado. Un guardia se acerca y les dice algo. La pareja se levanta y aburrida se va de la plaza. Nosotros nos vamos a dormir.
Al día siguiente, vamos al centro colonial de Quito. Descubro una ciudad distinta a la de la noche anterior, una ciudad con ecuatorianos sonrientes y pequeños centros comerciales. En el centro centro, no hay más que iglesias. Aburrido, aburrido. Tomo un par de fotos. Mientras, mi mamá ha encontrado algo en común de que hablar con los vecinos del sur. Ella admira al presidente Correa, le gustan sus ojos claros y su piel morena, dice que mira con rabia. Y de alguna forma lo encuentra, para mi desgracia, parecido a mi. Se burla. Y le cuenta al taxista, mientras nos lleva al terminal de buses. El taxista también se burla y me dice “pobre usted, parecido a ese chiflado”. Se ríen. Ya vamos de salida para Guayaquil.

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