Bolivia y el lago Titicaca. Página 12




Desde el comienzo había temido está parte del viaje. Había oído que cruzar Bolivia era peligroso, un poco como atravesar el viejo oeste americano. En muchas cosas no se equivocaron. Era de día y estábamos en el cruce fronterizo de Bolivia y Perú, a tan solo unos minutos de Copacabana. Desde Puno ya se había visto parte del Lago Titicaca, un inmenso mar interior de azul claro y oscuro. Lo primero que me llamo la atención fueron los billetes, viejos, muy viejos. Como si en algún momento hace miles de años hubieran dejado de imprimirlos. También, fue en la primera frontera que me pusieron problema por ser colombiano. No es algo que me sorprenda, ya he vivido situaciones similares en muchos aeropuertos y oficinas de migraciones del mundo. Me pidieron unas fotocopias extras y el oficial demoró mi paso. Finalmente, me dijo “precauciones, acá no ha llegado la porcina, espero ninguno la traiga.”

El bus nos dejo en Copacabana, en una calle cualquiera. Se suponía que era un directo hasta La Paz. Carlos estaba de afán. Pero el directo era con traspaso a un bus boliviano que vendría a recogernos hasta dentro de dos horas. Resignados fuimos hasta el lago, almorzamos trucha asada. Nos hicimos amigos de una pareja de esposos, ella colombiana y él suizo. Vivían en Chile e iban a fiestas a La Paz. Me invitaron a Santiago. El lago se proyectaba hacia el fondo de las montañas era una superficie brillante y limpia. En la orilla, habían patos gigantes de madera esperando sus viajeros. El sol rebotaba en las ondulaciones del agua, generando pequeños brillos que como escarcha adornaban la superficie del lago. Era una hermosa vista. En esas estaba cuando un campero blanco se le fue encima a una Land Rover parqueada a las afueras del restaurante. De inmediato, se armo la pelea. El conductor había tratado de huir, pero los dos carros habían quedado fusionados por las latas. Temí que se armara una balacera, como en el viejo oeste. Pero nada paso.

De regreso a la calle. Nos subieron a un bus a medio armar. Era mitad bus, mitad camión. Los esposos contaron con mejor suerte y siguieron su viaje en una flota grande y decente. Carlinchi, dos londinenses de ascendencia hindú y una japonesa con su hijo negro terminamos en ese bus de pesadilla. Carlos me contó que en Bolivia, había muchos accidentes por fallas mecánicas, fallas causadas por camiones convertidos artesanalmente en buses. Su comentario fuera de lugar no hizo sino hacer más largo el viaje. Un viaje inolvidable. Pasar el Titicaca, no es fácil. Suben los buses a planchones gigantes que lentamente llegan a la otra orilla. Es común ver estos transportes atravesar el lago, perezosamente, con grandes buses en su espalda y gente dentro de ellos saludado y tomando fotos. Los dos londinenses eran amables, como la mayoría de ingleses. Al principio estaban perdidos y asustados, algo comprensible para personas que no saben ni dos palabras de español. Les ayudamos y nos hicimos amigos.

El viaje a la paz no fue largo. Tal vez porque a pesar del bus, los paisajes fueron los más hermosos de toda la travesía. Los Andes brillaban bajo un sol naranja, volviendo sus nevados de un dorado fuego. Las montañas estaban lejos, antes se atravesaba una extensa llanura de pasto seco. Las casas eran igual de miserables a las del resto de los países, pero estas si hacían juego con los colores y las sombras de los paisajes bolivianos. Pensé que seria un buen lugar para perderse unos años. Un lugar donde nadie me encontraría y donde se podría filmar la más bella película de la historia del cine.

La hipnosis se rompió con la llegada a La paz. Un trancon monumental bloqueo el buen viaje que llevábamos. Celebraban la fiesta nacional, habían afiches de Evo Morales como si se tratara del mismo Mesías, algo que ya había advertido en Copacabana. El bloqueo era causado por cientos de indígenas bolivianos que borrachos bailaban, gritaban y reían al otro lado de la avenida. En dos horas avanzamos un par de metros. Finalmente llegamos al terminal. Los Londinenses se despidieron, ellos iban a quedarse un par de días en la Paz. Nosotros seguíamos hacia Uyuni. El bus que nos llevaría allí, tardaría por lo menos unas doce horas. Carlos iba callado y enfermo. Ardía en fiebre y trataba de hablar poco. Se compró un poco de antigripales y se los metió todos. “Que tal sea la porcina”. Por si acaso se metió también dos pastillas de Tamiflu. Nuestro bus salió a las 7 y 30 de la noche.

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