Buenos Aires, conclusión del viaje de gripa Porcina. Página 15


El viaje había sido eterno, pero reconfortarte. Fue el mejor bus de toda la odisea. Dormí como un bebe casi las 24 horas. Vi algunas imágenes: la ciudad de Rosario, la extensa sabana que nunca termina y las vacas gordas que miraban desde el otro lado de cercas tecnificadas. Ya quería llegar.

Para describir Buenos Aires, necesitaría más que un blog. Tal vez más de mil. La entrada a la ciudad fue de noche. Al salir de la estación del Retiro, llame a mi amiga Magda. Estaba del techo, preocupada porque se suponía yo debía haber llegado ya hace horas. Me dio las indicaciones de como llegar a su casa. Las anote en la ultima hoja de mi diario de viajes. Estaba lleno de anotaciones, arrugado, con matachos y nombres. Llame a mi casa. Mi familia dormía. Mi mamá había viajado a otro destino de Colombia. Todos estaban preocupados. Les dije que estuvieran tranquilos que ya había coronado, que no tenía un peso para devolverme, pero que ya conseguiría. Salí de la estación. El cielo estaba nublado. Las calles alumbradas como surcos de una extensa red se entrecruzaban como parte de un tejido Inca. Buenos Aires me pareció, en ese instante, la ciudad más hermosa de Sudamerica. Y eso que todavía no había ido a San Telmo, no había paseado por las calles de Palermo, no me había perdido entre los cientos de libros de la Avenida Corrientes, no me había emborrachado en un concierto de un grupo de música báltica, no había ido al teatro, ni al cine, no había visitado el estadio de River, no había paseado con Magda por el río de la plata, no me había llevado un susto mientras buscaba la tumba de Evita en el cementerio de la Recoleta, ni había conocido a esos increíbles compañeros de viaje que me acompañarían como una familia durante esa larga semana que bebimos juntos por los bares de Buenos Aires.

En el Subte, una señora de edad le contaba a otra más joven como su vecina estaba internada en el hospital por un cuadro grave de gripe porcina. La señora joven se puso la mano en la boca. Todavía me faltaba cruzar los Andes de nuevo, hablar de la casa de Neruda y del smog que se refunde con la nieve en Santiago de Chile. Pero para mi, la Ruta de la porcina acababa en Buenos Aires.
El expreso Boliviano y la frontera con Argentina. Página 14

Es curioso, pero el tren que me llevo a Argentina desde Uyuni, fue el transporte más elegante en el que viajé. Era un tren limpio, con televisor en cada vagón y cientos de campesinos bolivianos ordenadamente sentados. Yo iba en la ultima fila. Un argentino, el primero que había visto en todo el viaje, se hizo al lado mío. El tipo medía casi dos metros, ocupo silla y media. En el pedazo de silla que me dejo, iba yo; empacado en lana. Era de noche y por la ventana no se veía más que polvo. Empezó una película sobre la vida de Michael Jackson. Sobre su mente de niño inocente, los malentendidos causados por su alma infantil y su música. No perdí detalle. Ya la había visto antes, pero verla ahora en un tren que cruza el sur de Bolivia, ahora después de su muerte, era algo que no se me iba a olvidar. Cerca al final de la película empezó a picarme todo el cuerpo. Una piquiña constante y aguda, que empeoró cada minuto de las 7 u 8 horas del viaje. Me revolcaba como un perro herido y no encontraba alivio.
Él argentino dormía plácidamente y yo quería saltar entre un río. Descubrí que la causa del escozor, era la lana. Al parecer era alérgico y tenia todo el cuerpo brotado. Me quite de encima la lana que pude, menos los pantalones debajo del jean, donde más me rascaba. Me cubrí con la chaqueta y me baje el jean, con todo y pantalón de lana hasta la rodilla. A los pocos minutos, sentí una mejoría. Pude dormir.

Al despertar, ya era de día. Llegábamos a la estación de la frontera. Yo tenía los pantalones abajo y el argentino me miraba de reojo. Todo el mundo se bajo y yo me quede unos minutos haciendo maromas con la ropa. Cogí un taxi hasta migración. Había una fila larga. Quede casi de primero. En la entrada se leía el letrero de una de las metas finales: Bienvenido a Argentina. Había cruzado más de 7 mil kilómetros. Aunque no era el destino final, sentí que algo se soltaba en mi pecho. Algo que aligero la maleta. Al llegar a la ventanilla, la oficial me dijo que no podía entrar. Que debía primero, ser requisado en un cuarto aparte. Supuse que por colombiano. Acepte acostumbrado a este tipo de tratos. En ese cuarto fue cuando vi la escena del oficial de policía que humillaba al boliviano. Lo imagine como un oficial de policía secreta, de una de esas películas argentinas sobre la dictadura. Era un bastardo. Temí que el resto de los argentinos fueran iguales. El trato conmigo fue mejor, pero igualmente humillante. Tiro mi ropa al piso, mis libros, unas chocolatinas que le llevaba a mi amiga colombiana que me espera en Buenos Aires y una camiseta que me había regalado mi mamá en Guayaquil. Recogí las cosas y las metí en mi maleta. Me dejaron seguir.

La humillación es algo que no supero fácilmente. Al salir de migración quería correr de regreso a Bogotá. Pensé que la fama que tenían los argentinos de arrogantes, de rechazar sus raíces latinas y avergonzarse de sus vecinos era verdad. En unos pasos cambie de opinión. La Quiaca es un pueblo gris. Como el primer pueblo de argentina que conocía, esperaba algo diferente. Pero encontré factores comunes con todos los destinos que había visitado: Niños sucios con hambre, aindiados con acento de Maradona, pobreza y alegría. Factores que se repetían esporádicamente, en todos los lugares de Sudamérica. Factores que no eran distintos en Argentina. Compré el
tiquete directo a Buenos Aires. El viaje duraría 24 horas. Era el más caro, así que tenía la esperanza de que fuera el más cómodo. No había luz en todo el pueblo, así que no tenía nada que hacer, más que esperar. Conseguí el diario local. La crisis por la porcina estaba alborotada por el frío. Buenos Aires era el lugar con más muertos de Sudamerica. Me sorprendió la narrativa de los periodistas argentinos, al fin y al cabo era un diario cualquiera, pero con textos elaborados, bien construidos, con adjetivos precisos y metáfora; algo que había muerto hace mucho en el periodismo de mi país. Lo leí y releí y empece a sentir la gran diferencia de ese país con la del resto de Latinoamérica. Había llegado a un país que respiraba poesía.

El salar de Uyuni pagina 13

En el viaje dormimos poco. Carlos seguía enfermo. En algún momento se había terminado la carretera pavimentada y el bus andaba en pequeños saltos. Por las ventanas no se veía absolutamente nada. No quedando de otra me dedique a pasar Silent hill en mi PSP, hasta que se termino la batería. Llegamos a Uyuni hacia las 4 y 30 de la mañana. Yo venía aguantando una orinada tremenda. El baño del bus estaba repleto de mierda. Entrar era un suicidio. Cuando el bus paró en una calle del pequeño pueblo boliviano, me apresuré a salir. De golpe, unos menos cuantos grados centígrados atacaron cada célula de mi piel. El frío era brutal. Sentí que se me iban a congelar los dedos de los pies. El bus se fue y nos dejo a todos en medio de esa helada oscuridad. Una señora vendía tures al Salar, que salían a las 9 de la mañana. Le pagamos, después que nos prometió dejarnos esperar las cuatro horas en su oficina, que tenía calefacción. A las 10 de la mañana, ya estaba preparado. Me había comprado unos pantalones de lana que iban debajo del jean. Uyuni es un pueblo solitario, la bulla la hacen los turistas.

Carlos, dos brasileñas y un muchacho boliviano éramos el grupo que saldríamos en una vieja camioneta Chevrolet destartalada. No había forma de alegar devolución de dinero. El carro era tan viejo que los demás turistas le tomaban fotos. Y en un cementerio de trenes que paramos, más de uno se detuvo a posar al lado de la vieja camioneta. El chofer era un adolescente, uno que le gustaba andar hasta lo que le permitía el carro a unos 120 kilómetros por hora; que en ese carcacho era como estar viajando dentro de una licuadora. La llave era un destornillador de pala y las ventanas estaban atascadas. Para completar, la fiebre de Carlos no daba tregua y las brasileñas se metieron en su propio mundo, no hablaban español.
El panorama cambió cuando entramos al Salar. Una eterna llanura blanca se perdía en el fondo del paisaje. Era un lugar de otro mundo. Algunas pequeñas montañitas de sal, eran lo único que bloqueaban el camino de la camioneta. Perderse era muy fácil. No había carreteras, ni metas en la distancia. El campero atravesó el desierto de sal por unas dos horas a ciento veinte kilómetros y por momentos temí que nuestro experimentado conductor no tuviera ni idea de hacia donde iba. O que la nave que nos transportaba pasara a mejor vida y quedáramos atrapados en medio de la nada. De cuando en cuando, pasábamos carpas de gringos hippies acampando como si estuvieran en una inmensa playa sin mar. Esos gringos hippies son los especímenes más extraños que pueden existir.
Finalmente, se asomó una montaña verde. Se veía cerca, pero nos tomo una hora llegar hasta ella. Era un volcán. En su ladera había un hotel. Almorzamos allí una especie de arroz delgado. Las brasileñas se quedaban esa noche en el hotel, ivan a escalar el volcán temprano en la mañana. Carlos, el boliviano y yo seguimos hacia otro oasis. Este era una mancha, guardada por cactus espinosos. Conocimos dos ecuatorianas. Las dos eran feas y amables. Me acosté en el piso blanco. Tenía los labios partidos. Carlos no se bajo del carro, la fiebre no le paraba. El cielo era azul, sin nubes. Me quede pensando que ya estaba cerca a Buenos Aires. Que no había sido atacado por la porcina y que si Carlos no moría, probablemente fuera a ser el mejor viaje de mi vida. Cuando volví en sí, el conductor reparaba la nave. Me asuste por un momento, pero el carro respondió. Eran las cinco de la tarde y era la hora de volver. Carlos se regresaba a Peru en el bus de la nueve de la noche. Yo seguía en tren hasta la frontera con Argentina, en el Expreso Boliviano. De nuevo, viajaría toda la noche.

Al regresar a Uyuni, sentí tristeza al despedirme de Carlos. Es increíble como funciona la amistad, los amigos de verdad no necesitan que los llamen o los busquen, así pasen años cuando los vuelves a encontrar todo sucede como si el tiempo no hubiera transcurrido. Así fue con él. De nuevo, lo había metido en una locura. Como lo hacía en los viejos tiempos de borracheras y desordenes en Londres, cuando llegaba a su apartamento con parrandas de borrachos. Él se despidió, como un hermano, uno peruano. Y yo me quede de nuevo en la más absoluta soledad. Está vez en medio de un frío y desolado poblado Boliviano.

Bolivia y el lago Titicaca. Página 12




Desde el comienzo había temido está parte del viaje. Había oído que cruzar Bolivia era peligroso, un poco como atravesar el viejo oeste americano. En muchas cosas no se equivocaron. Era de día y estábamos en el cruce fronterizo de Bolivia y Perú, a tan solo unos minutos de Copacabana. Desde Puno ya se había visto parte del Lago Titicaca, un inmenso mar interior de azul claro y oscuro. Lo primero que me llamo la atención fueron los billetes, viejos, muy viejos. Como si en algún momento hace miles de años hubieran dejado de imprimirlos. También, fue en la primera frontera que me pusieron problema por ser colombiano. No es algo que me sorprenda, ya he vivido situaciones similares en muchos aeropuertos y oficinas de migraciones del mundo. Me pidieron unas fotocopias extras y el oficial demoró mi paso. Finalmente, me dijo “precauciones, acá no ha llegado la porcina, espero ninguno la traiga.”

El bus nos dejo en Copacabana, en una calle cualquiera. Se suponía que era un directo hasta La Paz. Carlos estaba de afán. Pero el directo era con traspaso a un bus boliviano que vendría a recogernos hasta dentro de dos horas. Resignados fuimos hasta el lago, almorzamos trucha asada. Nos hicimos amigos de una pareja de esposos, ella colombiana y él suizo. Vivían en Chile e iban a fiestas a La Paz. Me invitaron a Santiago. El lago se proyectaba hacia el fondo de las montañas era una superficie brillante y limpia. En la orilla, habían patos gigantes de madera esperando sus viajeros. El sol rebotaba en las ondulaciones del agua, generando pequeños brillos que como escarcha adornaban la superficie del lago. Era una hermosa vista. En esas estaba cuando un campero blanco se le fue encima a una Land Rover parqueada a las afueras del restaurante. De inmediato, se armo la pelea. El conductor había tratado de huir, pero los dos carros habían quedado fusionados por las latas. Temí que se armara una balacera, como en el viejo oeste. Pero nada paso.

De regreso a la calle. Nos subieron a un bus a medio armar. Era mitad bus, mitad camión. Los esposos contaron con mejor suerte y siguieron su viaje en una flota grande y decente. Carlinchi, dos londinenses de ascendencia hindú y una japonesa con su hijo negro terminamos en ese bus de pesadilla. Carlos me contó que en Bolivia, había muchos accidentes por fallas mecánicas, fallas causadas por camiones convertidos artesanalmente en buses. Su comentario fuera de lugar no hizo sino hacer más largo el viaje. Un viaje inolvidable. Pasar el Titicaca, no es fácil. Suben los buses a planchones gigantes que lentamente llegan a la otra orilla. Es común ver estos transportes atravesar el lago, perezosamente, con grandes buses en su espalda y gente dentro de ellos saludado y tomando fotos. Los dos londinenses eran amables, como la mayoría de ingleses. Al principio estaban perdidos y asustados, algo comprensible para personas que no saben ni dos palabras de español. Les ayudamos y nos hicimos amigos.

El viaje a la paz no fue largo. Tal vez porque a pesar del bus, los paisajes fueron los más hermosos de toda la travesía. Los Andes brillaban bajo un sol naranja, volviendo sus nevados de un dorado fuego. Las montañas estaban lejos, antes se atravesaba una extensa llanura de pasto seco. Las casas eran igual de miserables a las del resto de los países, pero estas si hacían juego con los colores y las sombras de los paisajes bolivianos. Pensé que seria un buen lugar para perderse unos años. Un lugar donde nadie me encontraría y donde se podría filmar la más bella película de la historia del cine.

La hipnosis se rompió con la llegada a La paz. Un trancon monumental bloqueo el buen viaje que llevábamos. Celebraban la fiesta nacional, habían afiches de Evo Morales como si se tratara del mismo Mesías, algo que ya había advertido en Copacabana. El bloqueo era causado por cientos de indígenas bolivianos que borrachos bailaban, gritaban y reían al otro lado de la avenida. En dos horas avanzamos un par de metros. Finalmente llegamos al terminal. Los Londinenses se despidieron, ellos iban a quedarse un par de días en la Paz. Nosotros seguíamos hacia Uyuni. El bus que nos llevaría allí, tardaría por lo menos unas doce horas. Carlos iba callado y enfermo. Ardía en fiebre y trataba de hablar poco. Se compró un poco de antigripales y se los metió todos. “Que tal sea la porcina”. Por si acaso se metió también dos pastillas de Tamiflu. Nuestro bus salió a las 7 y 30 de la noche.

En tren al santuario del Machu Pichu, Página 11

El tren salió a las 5:30 am. Tiene un vagón para turistas extranjeros y otros para peruanos. En el de peruanos va Carlinchi, obviamente, su tiquete le costó unos cuatro dólares. En el de extranjeros voy yo, mi tiquete costó sesenta y seis dólares, ida y vuelta. No hay comparación y la sensación de que te han tumbado crece con cada traqueteo del tren azotando las tablas de la vía. El tren es cómodo, pero después de haber pagado eso, lo odias. Más cuando el trayecto es de solo hora y media. Sin embargo, no hay opción, la otra forma de llegar es caminando durante cuatro días. Igual, la ruta está adornada por paisajes hermosos. De verdad que se siente en el fin del mundo. El tren atravesó las altas montañas de los Andes, algunas con paramos, todo el tiempo siguiendo un río bien caudaloso. De vez en cuando aparecía una casita de campesinos, pero ya al final no habían construcciones. La vista mejoró cuando amaneció del todo, el sol se demoró en llegar porque se quedaba pegado a los picos de las montañas. Desde luego mi vagón iba lleno de turistas que hablaban mil idiomas. Siempre estuvo alumbrado por las luces de los flashes que rebotan en el frío metálico del ferrocarril. Cuando llegamos al pueblo, una horda de peruanos come - dólares esperaban ansiosos sus víctimas. El pueblo es pequeño, pero lleno de locales de gringos y restaurantes de todos los lugares del mundo. Hicimos fila para coger el bus que nos subiría al santuario inca en el pico de la montaña. Resulto que a los peruanos les cobraban 2 dólares y a los demás 14 por subirlos. Ya estaba a punto de mandarlos pa´ la mierda, pero ya ahí ni modos. Los buses salían cada cinco minutos, repletos de gente. Un peruano, con cara de inca, nos contó que habían traído mas de 30 buses para ese servicio hace solo unos meses. Los transportaron por tren.

La subida era larguísima, y zigsagueante, de cuando en cuando el bus tenia que orillarse para darle paso a otro que bajaba y casi que se asomaba al abismo. Un par de francesas asustadas pegaron más de un grito. En el trayecto vi Machu Pichu desde lejos por primera vez, bonito, bonito, pero nada extraordinario. Esto sumado al malgenio que llevaba por la tumbada me llevo a escupir vainazos en español e ingles para que entendieran todos. Llegamos y aún había que pagar la entrada. Mi esperanza se reducía a ahorrarme unos dólares, la mitad, pagando como estudiante; con el carnet de mi ex-universidad vencido ya había hecho en Cuzco algunos chancucos. Al llegar a la entrada del santuario, me toco mi turno de pagar y resulto que el carnet no me servia, que tenia que pagar los cuarenta dólares completos. Desde luego ya era suficiente y arme una discusión muy diplomática como por 20 minutos, causando un trancon de turistas considerable en la fila . Carlinchi ya había entrado hace rato. Al final la señora se canso de mi y me dejo pasar como estudiante. Me dijo que además de tener un carnet vencido, los estudiantes van hasta los 25 años y yo ya iba para los 27. Le dije que uno era estudiante toda la vida.

Adentro, tuve la primera impresión real de Machu Pichu. Una vez se voltea unas casas sobre un camino de piedra, quedamos frente a una espectacular imagen del santuario Inca en la punta alta de la montaña. Es increíble lo que pudo hacer este pueblo, justo ahí en medio de la nada y con unas herramientas arcaicas. El pueblo medio iluminado por el sol está rodeado por montañas e inmensos abismos, hay nieblas que cubren partes de la selva y crean sombras sobre el santuario. Las casas van ordenadas por etapas, los templos están en los lugares privilegiados. Al fondo del abismo se ve pequeñito el tren turístico atravesando a la ladera del cerro.

Creo que el santuario está a unos 2.700 metros, en la punta de una montaña picuda. Un guía tipo Julio decía, que esas ruinas eran el pueblo inca que se conservaba en mejor estado. La razón era simple, nunca había sido encontrado por los españoles. Un grupo de ellos, intercalado con otros gringos, gimoteó " Ya estoy hasta la ostia, que en todo lado nos echen la madre", se fueron manoteando. Pero supongo que será algo con lo que tendrán que cargar siempre, la vergüenza de haber arrasado un continente. Las evidencias del saqueo están desde que salí de Colombia y supongo que siguen hasta la Patagonia.

Después de un recorrido de un par de horas y de una buena siesta en una terraza Inca, nos bajamos para el pueblo. Carlos había decidido acompañarme hasta el salar de Uyuni en Bolivia.


Y esa misma noche emprendimos el viaje. Durante el trayecto me pareció ver un grupo de incas parado al borde de la carretera, con sus ojos entreabiertos y sus vestidos de colores. Los incas ondeaban sus manos y sonreían. Tal vez sólo fue un sueño. Bolivia y el lago Titicaca estaban a unas 7 horas de viaje.

Cuzco y el ocaso del INCA. página 10

¿Cómo describir el Cuzco y sus alrededores en palabras? No hay forma. Cualquier intento quedara corto. El mío no será la excepción. La ciudad no es del otro mundo. Pero el aire es muy distinto al resto, es frío y milenario. Su gente se mezcla con gringos al por mayor, gringos que lo compran todo, subiendo los precios. Los almacenes de textiles son obras de arte en sí, ponchos y mantas de todos los colores, sacos de lana de vicuña y brasileñas perdidas. Nos quedamos en un hostal frío sin calefacción. La temperatura debe rondar lo 3 o 5 grados centígrados. Por más cobijas que te pongas encima, el viento helado busca como alcanzarte. El centro guarda construcciones coloniales sobre ruinas incas. Las ruinas incas son espectaculares, cada piedra fue moldeada para casar con la que le precede. No es necesario el cemento, ni ninguna sustancia para unirlos. Sus cuerpos encajan armoniosamente con sus vecinos, en una perfecta y eterna comunión de formas.
Las huellas de la explotación y el saqueo español son evidentes en cada lugar donde sobrevive algún rastro inca. “Esto era un templo bañado en oro, hasta que llegaron los españoles....” “Esto era un jardín con figuras doradas, hasta que llegaron los españoles...” La historia se repite en cada lugar. Pero recrear esa ciudad en su máximo esplendor es una tarea imposible para la imaginación de una persona de este tiempo.

Pasamos dos días. Primero para descansar y segundo porque son muchos los lugares por conocer antes de partir al Machu Pichu. Los dos días tuvimos el mismo guía y los mismos compañeros de viaje. El guía se llamaba Julio, era bajito y con su brazo derecho totalmente seco, apenas le servia para mover los dedos. Era como el brazo del Alien de Giger. Él hacia de cualquier pequeña cosa, algo fastuoso y extraordinario - “A mi derecha tienen la espectacular fuente Inca ....” Y a la derecha había un par de piedras agrietadas rodeando un hilito de agua. Aun así había lugares extraordinarios como Saqsuaywaman o Pizca desde donde se alzaban impresionantes vistas de los Andes y de lo que alguna vez fue la civilización más importante de America: Los incas.

El viaje fue alentado por la presencia del ejemplo perfecto de mi aberración: una brazileña. Tantas hermosas mujeres del país de la samba y las fabelas han alimentado mis sueños desde que oí el bossa nova que me es imposible pasar de agache ante un acento portugués. Su piel está en el punto exacto del balance, sus ojos por lo general claros son más efectivos que los de la misma medusa y su acento cantado y sobrecargado de sexualidad me vuelven idiota, más idiota. A está brasileña nunca le hable, por lo general no lo hago cuando una mujer me gusta mucho. Me dediqué a observarla. A veces, ponía a Carlinchi en situaciones incomodas, donde él simulaba una foto para que yo pudiera registrarla. Cuando caminaba, cuando reía, todo lo que hacía llamaba mi atención. El ultimo día, ya en Ollantaytambo, ella se acercó. Dijo algo en portugués que no le entendí. Su novio me había visto con recelo todo el tiempo. Le cantó un par de palabras y se fue adelante con el grupo. Yo estaba sentado en una “piedra Inca”. Ella se paro al frente mío, dandome la espalda. Se quedo allí, maravillada con el paisaje. Tomé la foto. Se volteó, sonrió dijo otra cosa que me sonó “a Macarena” y se fue detrás de su novio. Carlinchi me gritaba desde lejos “Apurate pues pendejo, que nos van a dejar”. Pero igual nos quedamos. Nuestro tren salía de allí en la madrugada para el famoso Machu Pichu.
Cuy en Arequipa, página 9

Dormí todo el viaje y desperté en el primer terminal de buses decente del Perú: El terminal de Arequipa. Por fin a alguien se le había ocurrido la excelente idea de que todas las empresas de buses deberían ir en el mismo lugar. Compramos los tiquetes para el Cuzco. Nuestro bus salía en la noche. Pasamos el día recorriendo la ciudad. Era una ciudad pequeña, de arquitectura colonial, ordenada y parecida a la ciudad donde crecí: Santiago de Tunja. Por eso, tal vez me gusto. La desgracia vino a la hora del almuerzo. Dejandome convencer por Carlinchi, accedí a probar el famoso cuy. Una especie de hamster gordo y juguetón. Primero algo de contexto. No soy vegetariano, pero tampoco troglodita. Hay animales que nunca comería: conejo, pato, ganso, cerdo, venado y hasta cuy. Mejor dicho, cualquier animal que pueda haber sido protagonista de una película de Disney. Como todavía no he visto una vaca o una gallina protagonizando una historia, pues esos no son animales que tenga problemas en comer. La segunda razón, es porque le tengo pavor a las ratas. Son el animal más hediondo que ha existido en la tierra, con su cola larga y su cara de mal puro. No más al escribir esto ya empiezo a sentir los escalofríos que me producen esos roedores, esas aberraciones que habitan la mierda de las ciudades.

Hacia las tres de la tarde, llego el Cuy. Era exactamente lo que había pensado: una rata frita y aplanada. Tuve nauseas, pero no vomite. Carlinchi le arrancó las patas y lo comió con gusto. Yo hice el primer intento. Le arranque la pata derecha y sentí sus uñas tostadas en mi mano. Su carne era babosa y suave. Tuve otra nausea. Aun así, si no comía cuy no almorzaba ya iba corto de presupuesto. Le pegue otro par de bocados y tuve que parar. No había forma de que pasara un pedazo más de esa carne. Tiempo después, ya en otra ciudad, tendría el infortunio de conocerlos en persona. Eran animales asustados y tiernos como los Gremlins antes de volverse perversos. Mi remordimiento iba a ser peor. Baje el hambre con unos granos de maíz. Dormí toda la noche rumbo al Cuzco.

Lima y mi cédula peruana falsa. Pag 8

Cuando me baje del bus, me entere que Michael Jackson había muerto hace un par de días. De verdad que me dolió. Había sido un idolo de mi niñez y ni su gusto pedofilico me había espantado de su música. Al contrario, de vez en cuando lo oía y siempre sonaba fresco. Lo peor, fue que por primera vez me sentí mortal. Sentí que si él podía morir, ni hablar de un pobre colombiano en medio del Perú. Empece a ver caras extrañas, sicariescas.

Mi amigo Carlinchi llevaba un buen rato esperando. Los años no le habían pasado. Seguía tal y como lo recordaba: alegre y preocupado. Un buen tipo, que tiene que planear cada detalle, cualquier cosa que se salga del libreto lo descontrola.
“ Carlinchi, te enteraste de lo de Michael Jackson” -

Él lanzo un sí afligido y puso Beat it en el radio de su carro.

Lima es una ciudad congestionada. Con grandes edificios y caos generalizado. Mientras Carlinchi atendía unas cosas en su empresa, importa partes de computadores al Perú, o por lo menos eso fue lo que le entendí, yo estuve deambulando por ahí. Me perdí un par de veces, pero siempre llegue a mi destino. En la noche salimos con una amiga de él, voluptuosa y amable. Fuimos a un bar en la zona de Miraflores. Me emborrache con Pisco Sour, en un barsito donde tocaba algún grupo conocido. Carlos no me dejo pagar nada. Al rato íbamos los tres atravesando en su carro una avenida que daba al mar, con música de Michael Jackson reventando las ventanas de su sedan cantábamos afligidos y nos llenábamos de alcohol. Más de un brindis fue en su honor. Ellos se metieron al edificio no se por cuanto tiempo. Pero Thriller se repitió una y otra vez. Yo estaba en estado de trance, atendiendo el réquiem de mi idolo de antaño, absolutamente ebrio. Pensé que el viaje al Machu Pichu, que emprenderíamos con Carlinchi al otro día, lo iba a pasar en el baño del bus devolviendo los Pisco Sour durante horas interminables. Me quede dormido.

Al día siguiente vivi la escena de periodismo amarillista mas real de mi vida. A Carlinchi se le había ocurrido la genial idea de sacarme una cédula peruana falsa. “Vas a ver todo lo que te vas ahorrar en Machu Pichu, no vez que a nosotros nos sale casi gratis”. Al parecer los no peruanos pagan mas de 5 veces el valor del viaje para llegar al santuario inca. Le hice caso. A horas de salir, estábamos en medio de un barrio sucio y peligroso del centro de Lima. Un gordo con cara de pocos amigos, nos pidió 30 soles por adelantado. Se los di. Nos pidió que volviéramos en dos horas y nos entregaría el documento. Al volver estaba con otro personaje de cara peor. Una cicatriz le cruzaba la cara. El tipo le dijo a Carlinchi que lo siguiera a una bodega, que ahí no le podía dar nada porque había cámaras de la policía. Yo le dije que lo olvidara. Pero Carlinchi empeñado, acepto. Me quede entre el carro oyendo cumbia peruana. Pasaron quince minutos, cuando Carlos salió presuroso. Se subió de un portazo al carro. Los dos hombres, junto a otro con más cara de mandril nos rodearon. Carlos activó los seguros y subió su ventana. Los tipos le gritaban que se bajara que ya le tenían listo el documento. Él les grito que se lo robaran y arrancó. Los tipos trataron de detener el carro, pero no lo lograron. Finalmente, me contó que el documento estaba listo. Que había sido ciudadano peruano por un par de minutos. Pero que adentro lo iban a robar. Le habían pedido dólares. Él aprovecho un momento de distracción de los malandros para salir de la bodega. No se había perdido nada, 30 soles y la foto de mi pasado judicial. Le dije que me los debía. Él me dijo “Ahora si no vuelvo, cero y van tres que me roban esos huevones”. Me reí y nos fuimos para el terminal.

Trujillo y los perros sin pelo , página 7

En Trujillo empece a enamorarme del Perú. La ciudad en sí, no es bonita. Pero fue de nuevo la mala suerte en el cronograma de viaje lo que me llevo a conocer las primeras ruinas ancestrales. Era casi la una de la tarde. Aconsejado por un taxista estaba en el terminal de buses de Cruz del Sur. Según él lo mejor para llegar a Lima. El problema es que el único bus salía a la once de la noche. Estaba molido, sucio y con la espalda hecha una sola hinchazón. No había de otra. Compre el tiquete, guarde mi maleta en la terminal y me fui para la plaza central de Trujillo. Su mayor atractivo, era su iglesia. De nuevo empezaba a sufrir, imaginado una tarde durmiendo una misa. Un muchacho, vestido con un chaleco rojo de tours noseque. Me ofrece un paseo de tarde. Las ruinas de lo uno y de lo otro, el palacio de Chan chan y el remate en la playa de Huanchaco.
Las primeras ruinas, solo llaman la atención porque aparecen de golpe en medio de casas de barrios populares. Como si en medio de esa vecindad, de repente viviera un viejo cacique. No tienen gran atractivo para alguien que no sepa de historia. En el templo de Chan Chan encuentro el primer monstruo de la expedición. El monstruo dormitaba la tarde, en medio de paredes centenarias. Era un perro bien feo, sin pelo y con una larga trompa. Se veía agresivo, pero en realidad era manso y noble. Su compañera era gris, igualmente fea. Les tire un pedazo de pan y ninguno se molesto en recogerlo. Apenas si movieron sus largas orejas de murcielago. El templo era inmenso y la majestuosidad de los que habían habitado alguna vez allí todavía era palpable. Por un momento me perdí de la excursión en lo que parecía un inmenso campo de fútbol. Allí llego el perro. Caminaba perezosamente. Era un ser del pasado, un monstruo del presente que había huido a la extinción de su pueblo.

La tarde remató con broche de oro en una playa de surfers, lodosa y gris. El ocaso de la tarde brillaba sobre el mar, acechando un par de canoas de paja que surcaban las aguas del Pacifico. Era Huanchaco. Aquí volví a ver el otro tipo de gringo que habita estos lugares. El hippie gringo, que vuelve hippie al nativo irreverente. Un grupo de gringos hippies, con sus trajes de surfers, fumaban marihuana y alistaban sus tablas. Me acerque a tomarles una foto. Sonrieron y me ofrecieron un porro. Lo fume despacio y me fui hacia el muelle. El mar amenazaba con romper las tablas. Recordé que no había comido en todo el día y de repente me dio hambre.
Cuando regresé a Trujillo me comí un plato de arroz e hígado. Luego, junto a un grupo de peruanos, atiborrados en la sala de espera del terminal, apoyé un equipo de volleyball femenino que jugaba contra unas asiáticas. Viniendo de un país de ciclistas y futbolistas, era absolutamente delirante estar viendo volleyball. Cuando llego la hora de subirme al bus, mi sorpresa fue mayor. El bus era de dos pisos. Cada silla era ancha, casi una cama sencilla. Contaba con dos terramozas que yo asumo descienden de las aeromozas. Una de ellas me paso una frazada y me dijo que no me durmiera, ya iban a servir la comida. Sus uniformes eran sexuales, como los de las azafatas de avión. Igualmente, el porro y el cansancio me durmieron. Lima estaba a una noche de viaje. Y mi amigo Carlinchi, un antiguo compañero de vagancia y parranda de mis años de estudiante en Londres, me esperaba.

El bus de la muerte en Perú, pagina 6
No supe cuando ni como pase la frontera entre Perú y Ecuador. El bus era cómodo, de dos pisos y sin películas malas. Dormí toda la noche y supongo que sonámbulo presente mi pasaporte al oficial peruano. El hecho es que ahora estaba en un terminal pequeño, esperando el bus de las siete de la mañana que me llevara a Trujillo. Los moscos zigzagueaban entre las sillas y en la portada de un periódico local hablaban de un niño muerto por la gripe porcina en Chiclayo. La gente de ésta parte del Perú no es muy distinta físicamente de los ecuatorianos. El lugar estaba a medio llenar, con campesinos que llevaban todo tipo de frutas y animales. Aprendí la primera lección del Perú. Es un país sin grandes terminales de buses. Cada empresa tiene su propio terminal satélite y para viajar cómodo hay que contar con suerte. Con la suerte de caer en manos de una empresa seria. Yo no tuve suerte.

El primer viaje, de nuevo presionado por un tipo que vive de meter viajeros incautos en buses de la muerte, fue terriblemente largo. Atravesé el desértico y maravilloso norte peruano en un bus azul destartalado, lento y ruidoso. En cada pueblo se subía y se bajaban personas de todo tipo. Se bajaba un cantante, se subía un pastor cristiano, se bajaba un cuentachistes, se subía un comerciante de baba de caracol; todos echaban su discurso. Ahora recuerdo ese viaje como uno de los mas divertidos, pero a la vez de los más peligrosos. Las rectas son eternas y el chofer le mete a todo dar. Difícilmente pasa los cien kilómetros por hora en ese bus desprovisto de cinturones de seguridad, cuando la maquina empieza a trastabillar como si estuviera abandonando la atmósfera terrestre. Las maletas se salen de su sitio, una viejita rueda por allí y un bebe llora sin parar, aún así la mayoría de los pasajeros le gritan al chofer que acelere, que va muy lento. La escena no es surrealista, es más bien crudamente real, de por si entretenida. Saco mi cámara y tomo fotos, grabo un video del botiquin de emergencias del bus, una caja de madera con una cruz roja malpintada, que amenaza con caerle en la cabeza al chofer y matarnos a todos. El paisaje es hermoso. Los pueblos aparecen cada veintena de kilometros, con sus casas miserables y sus invitaciones a polladas. El polvo alimenta los carros que atraviesan el desierto peruano. Me preguntó si estamos cerca del mar. Cerca el medio día entramos a Trujillo.


Guayaquil y el adiós de mi mamá, Página 5

En Guayaquil mi mamá ya se ve cansada. Ha sido un viaje de casi una semana, que la mayoría del tiempo hemos pasado sentados en un bus. Le digo que es mejor que regrese a Bogotá en avión. Ella insiste primero en acompañarme hasta Lima, después de convencerla de que no, dice que va a regresarse en bus todo el camino recorrido. Es una idea típica de ella, valiente y testaruda. Una idea a la que si me opongo radicalmente, muy seguro llevara a cabo. Uso psicología inversa. Logro convencerla de comprar el pasaje de vuelta a Colombia en avión. Se regresa al día siguiente, en el vuelo de la tarde de Avianca. Siento que es hora de continuar sólo.

En la tarde caminamos por el Malecon hasta llegar a un barrio llamado Las Peñas. Es un barrio colorido y tradicional. Con locales comerciales y bares incrustados por un camino de casas que asciende hasta estrellarse con un faro antiguo de piedra, desde donde se ve todo Guayaquil. Oscurece y el barrio se ilumina, es hermoso. De nuevo hay gringos por doquier y empiezan a asomar camisetas del che, manillas tejidas y mochilas. Es cuando me doy cuenta que los lugares donde se encuentran todas esas artesanías, son sinónimo de gringos. Da la misma si la hacen en Boyaca o si las hacen en el Cuzco. Los gringos van tras esos tesoritos como si fueran cabezas de animales que han casado en peligrosos safaris de un Serengueti sudamericano.
En la mañana antes del viaje de mi mamá, vamos a un centro comercial. Ella tiene la buena costumbre de llevar regalos de sus viajes a todo el mundo: hermanas, esposo, primas, sobrinas y hasta amigas. Para mi, es la peor maldición. Ella puede pasar horas frente a las vitrinas de un local y no comprar nada. Y mi mayor temor, cuando decidió acompañarme inicialmente, se hace realidad el ultimo día. El temor de perderla entre los almacenes de un lugar desconocido. Por un segundo, la deje de ver. Luego de casi dos horas de espera, sentado en el mismo lugar donde la había perdido, misteriosamente reaparece con la cara escondida entre bolsas multicolores de todo tipo. No dice nada. Yo trato de armar pataleta, pero ella me ignora. Me dice que la acompañe al aeropuerto. Su vuelo es en una hora.

Llegamos con el tiempo justo. Me abraza, me da unos dólares que le sobraron. Insiste que hubiera preferido regresarse en bus. Llaman su vuelo por los parlantes. Dice que me cuide y que no me vaya a emborrachar en Lima, cuando me encuentre con mi nuevo compañero de viaje. Me da la espalda y se pierde por el pasillo de inmigración. Ahí quedo yo. En medio de gente desconocida, en un lugar distante y extraño. Con una mochila que me cruza de un hombro al otro y un pesado backpack en la espalda. Estoy solo y lejos de casa. Y por primera vez desde que inicié el viaje me doy cuenta de eso. Un empleado del aeropuerto lleva a una señora que tose de la mano. Él tiene un tapabocas. Por un instante, me siento tranquilo.



Salinas, una playa que no es caribe, Página 4

El viaje a Guayaquil ha estado provisto de cierto peligro. Una vez más el chofer resulto un salvaje. Pero esta vez nos torturó con películas de terror tipo George Romero, dobladas al español ecuatoriano. ¿Quién podría asustarse con ese acento?
Mi mamá me gano la ventanilla. Y yo he tenido que ver el viaje a medias a través de la cortinilla. La salida de la ciudad, fue una montaña rusa. El bus se doblaba en cada curva, como si se fuera a hacer pedazos. Por momentos, algunos gritaban asustados, cuando veían con horror los abismos que acompañaban nuestro viaje. Después de horas de gastritis, entendí que lo mejor era dormir. Una sabia decisión, no había mucho por ver más que pobreza y penosas casas famelicas. Desperté en la entrada de Guayaquil.

Guayaquil es una ciudad moderna, con edificios de oficinas, grandes centros comerciales y un cierto look “miamiyesco”; tal vez por el Malecon. Mi mamá opinaba igual. Encontró una calle muy parecida a la de un lugar llamado Coconito en Miami, donde alguna vez bebió cocteles con mi papá. El hotel en el centro era un edificio alto y lleno de pequeñas habitaciones. Nos ponemos de acuerdo para ir primero a Salinas, a dos horas de allí, antes de conocer la ciudad. En mi opinión, Quito es más mi estilo. Ese look “Miamiyesco” siempre me ha parecido algo “traquetizante” o mafioson. En cambio mi mamá, ama desde ya Guayaquil.

Salinas es triste. Es un viaje corto, pero la ciudad tiene algo feo, difícil de identificar. A mi llegada, encontramos muy poca gente en la calle. Lo que es extraño para la ciudad que es el sitio de descanso de los ricos de Ecuador. Los hoteles recién construidos tienen ya algo de viejo, a pesar de su fastuosidad. Y las calles aunque limpias, lucen abandonadas. En el hotel, la recepcionista nos dice que no es temporada de turistas. Descansamos en la playa, mi mamá no tarda en meterse al mar. Se queda un par de horas chapoteando, mojando su pelo, sonriendo, saludando desde lejos y gritando para que me meta. Damos una vuelta en lancha y comemos langosta en la plaza de mercado. Falta vértigo.

Al día siguiente, de regreso a Guayaquil. Descubro que era lo que no me gustaba. Era una cuestión de costumbre. Las playas de Colombia son doradas y sucias, las de Ecuador son limpias y oscuras; el pacifico es frío y fangoso, el caribe es claro y tibio. La gente que vive en las playas de Colombia es gente parrandera. En Ecuador son callados. Para finalizar, las mujeres de la costa Atlantica tienen que vestir poca ropa por el calor, lo que las obliga a tener hermosos cuerpos, acá el clima es templadito y, más bien, con muy pocas mujeres para ver. En resumen, lo que no me gustó es que no era una playa del Caribe. Sin embargo, mi mamá se supo dar la gran vida. Y por primera vez, duerme durante el viaje.

Quito y el chiflado de Correa. Pág 3


El viaje a Quito es largo e incomodo. Nos hemos dejado presionar por un grupo de niños que nos atacó como un enjambre de avispas en el terminal de Tulcan. Nos arrastraron junto con ellos a un viejo bus destartalado. No se como en esos pocos segundos, mi mamá logró comprar dos botellas de agua y unas empanadas, ya con el sabor de Ecuador.
El recorrido es largo y la mayoría de los pasajeros son colombianos que no tienen ninguna intención de regresar. Una familia de negros caleños van hasta Chile en bus, pero a vivir. Nos cuentan que huyen de la violencia de su barrio. Hay varios retenes de la policía ecuatoriana. En todos ocurre la misma escena, se suben al bus miran de reojo, bajan la familia de negros, les sacan el equipaje, los fisgonean y luego los dejan volver a sus sillas. Ellos lo toman con humor y padres e hijos sonríen siempre con sus blanquisimos dientes. Los policías tienen la certeza de que ellos son colombianos de no retorno, pero no les importa. También están seguros que no van a quedarse en Ecuador.
Siempre peleo por la ventanilla del bus porque es como ver cine. En esta ocasión, se asoman imponentes volcanes, prados verdes, pueblos a medio hacer y un limpio cielo azul. La mayoría de la gente del Ecuador, por lo menos del norte, es idéntica a la del suroccidente colombiano: bajitos, aindiados, y aunque suene contradictorio, bullosos y tímidos a la vez. Podrían pasar por inocentes en cualquier lugar del mundo.
La llegada a Quito es de noche. No hay mucho por ver y no tenemos ni idea de donde bajarnos. Mi mamá se ha hecho amiga de medio bus. Nos quedamos en una gran avenida. Un taxi nos lleva a un hotel que atiende un viejo vestido con la moda de los 50, de tirantes y camisa a rayas. Nos recomienda comer en la Plaza Mariscal Foch. Ahí tengo mi primer encuentro real con Quito. Una ciudad populosa, ordenada en promedio y repleta de extranjeros. No estoy acostumbrado a ver tanto gringo concentrado en un lugar, Bogotá no es precisamente una ciudad turística. Se paga en dólares, hay restaurantes de todo tipo y café internet estilo loft. Mi mamá se ve más sorprendida. Entró a un café. Ella quiere dar una vuelta, la espero ahí. Cuando regresa, al cabo de casi una hora, llega con ideas nuevas. Ahora quiere conocer Guayaquil y las playas de Salinas. Una señora de una tienda se los recomendó. A regañadientes acepto desviar mi ruta . “Pues ya estando aquí...” dice. Al salir hay una pareja de ecuatorianos besandose en una banca. Se ven raros. Son extraños en medio de la avalancha de gringos que entran y salen por todo lado. Un guardia se acerca y les dice algo. La pareja se levanta y aburrida se va de la plaza. Nosotros nos vamos a dormir.
Al día siguiente, vamos al centro colonial de Quito. Descubro una ciudad distinta a la de la noche anterior, una ciudad con ecuatorianos sonrientes y pequeños centros comerciales. En el centro centro, no hay más que iglesias. Aburrido, aburrido. Tomo un par de fotos. Mientras, mi mamá ha encontrado algo en común de que hablar con los vecinos del sur. Ella admira al presidente Correa, le gustan sus ojos claros y su piel morena, dice que mira con rabia. Y de alguna forma lo encuentra, para mi desgracia, parecido a mi. Se burla. Y le cuenta al taxista, mientras nos lleva al terminal de buses. El taxista también se burla y me dice “pobre usted, parecido a ese chiflado”. Se ríen. Ya vamos de salida para Guayaquil.

Ipiales, Kilómetro 880 Colombia. Pág 2.
Popayan es una pequeña y bella ciudad blanca. Un lugar donde treinta minutos son suficientes para recorrerla por completo. Desayunó en el terminal y compró mi pasaje de bus directo a Ipiales. Mi mamá a ultima hora ha decidido acompañarme hasta Quito. -¨Siempre he querido conocer Ecuador¨- Repetía. Lo mismo ha dicho de Sydney, Paris, Leticia y no se cuantas ciudades más. No hay forma de negarse, no a ella. Un no equivale a miles de sis. Y si hubiera logrado convencerla de lo contrario, hubiera
encontrado cualquier otro lugar para escaparse sola. Porque esa es su motivación, huir de la casa por temporadas, huir del smog de Bogotá, de su alcoba. Yo estoy entre la espada y la pared, era un expedición tipo Amudsen al polo sur, ahora deslegitimada por la compañía de mi madre. Pero por otro lado, estaba más tranquilo teniendola como compañera de viaje. Ella es una mujer impulsiva, independiente, con la extraña capacidad de siempre hacer lo
contrario de lo que lo todo el mundo le dice. Fue juez de un pueblo en Boyacá por más de 25 años y todavía tiene la costumbre de separar a la gente entre buenos y malos. Cuando habla, no para y tiene un increíble superhabit de sueños que parece haberme heredado en los genes.
-¨El bus ya va a salir¨- Dice.

El viaje lo hacemos en silencio. El bus serpentea la cordillera Occidental de los Andes con dificultad. Es un día soleado. El chofer parece un papá en miniatura, con un bigote insípido y una corbata que le llega a las rodillas. Pero eso si, maneja como un salvaje. Frena con la caja y nos tortura con una saga de películas grotescas de Rob Sneider. Se su nombre porque lo odio.

Llegamos a Ipiales hacia las 10 de la noche. Conseguimos un hotel decente, en el centro de la ciudad. El diario local, habla de una banda de contrabandistas ecuatorianos y de dos muertos por porcina en un colegio público de Pasto.

Al otro día vamos a las Lajas. No soy religioso y mi mamá nunca lo ha sido. Detesta los curas, con sus perversiones y su ego desbordado. Yo no los odio, pero si sus mentiras. Odio cualquier estupidez que vuelva borregos a los hombres. De todas formas, el lugar es
espectacular.
La iglesia cuelga del borde de una montaña, desafiando las leyes de gravedad. El puente en piedra se extiende sobre un abismo, convirtiendose en un hermoso camino empedrado. Fieles y más fieles bajan el cerro, repletos de peticiones y ruegos, que algunos agradecen con placas de bronce y metal que adornan el sendero a las Lajas. Enfermos terminales, niñas con vestidos blancos de primera comunión, monjas y un par de ladrones, hay de todo. Mi mamá se entretiene con las tiendas de artesanos, que vuelven toda figura religiosa en un producto: Imágenes de todos los santos, de todas las vírgenes, rosarios y hasta diablos con tridentes. Yo la afano. Quiero salir de Colombia tan pronto como sea posible.

KM 0 Aeropuerto El dorado. Colombia. Pág 1

El punto de ignición es el caótico aeropuerto El dorado de Bogotá, un aeropuerto siempre en obra negra. La idea es atravesar Sudamérica y conocer Buenos aires, tan simple como eso. Me he fijado algunas metas de montaña obligatorias: Salinas, Machupichu, Uyuni y la Av corrientes. Eso me obliga a seguir una ruta más o menos lógica, atravesando Ecuador, Perú, Bolivia y Argentina. Los demás países del continente quedan excluidos por cuestiones de logística. Nada más. Inicio con una pequeña trampa. Conseguí un pasaje de avión barato hasta Popayan, lo que me ahorra 14 horas de viaje y el inmarcesible trancon de salida de Bogotá.

El aeropuerto tiene un look a película de ciencia ficción. La mitad de los pasajeros, los tripulantes, la policía aeropuertaria, los maleteros y hasta un pequeño perro Shin Zu, jalado por una señora de edad, visten sus tapabocas blancos; algunos hasta guantes de neopreno. Es la gripa porcina. Un virus que nadie sabe muy bien de donde llego. Los primeros muertos cayeron en México y allí fue bautizada. Se creía que venía de los cerdos. La OMS le cambio el nombre, ya que afectó la industria porcicola (un plato de lechona podía ser un potencial agente del virus) a nueva gripe por A (H1N1). Esta es tan contagiosa como la gripe normal. Y aunque la mayoría de quienes contraen el virus sufren la forma más leve y se recuperan, los cuadros más graves resultan en una muerte rápida. El virus se propagó como fuego en basurero por sudamerica y a los pocos meses todos los países tenían su propios infectados. En realidad, viendo las cifras es difícil de entender el miedo que genera la enfermedad; pero ante tanto lío y miseria parece lógico dirigir todos los esfuerzos y miradas a combatir ese pequeño y terrible enemigo en común: el virus A de Hemaglutimina y Neuramidasa de la cepa 1 o ¨porcina¨.

MOCHILEANDO DE BOGOTÁ A BUENOS AIRES, LA RUTA DE LA PORCINA, preambulo
El agente Caicedo, policía de la frontera de La Quiaca, tiró al piso los zapatos del pequeño Boliviano. Esperaba que algo saliera de ellos. Tal vez coca, pero nada paso.

-¨Vos lo que queres es quedarte a trabajar¨- dijo fastidiado. Sus palabras eran fuertes y claras, a pesar del tapabocas que le cubría el rostro. -¨¿Ha tenido algún síntoma de gripa?¨- Continuó sin esperar respuesta. -¨Catarro, dolor de cabeza, fiebre...¨- preguntó mientras su metro noventa y ochenta kilos de carne humana, vestidos con el uniforme manchado y gris de la gendarmería Argentina, acechaban al indio.
-¨No señor.¨- Gimió el tipo, a la vez que sacaba sus pertenencias y las ponía sobre la mesa de la estación.
El agente desordenó la ropa de un manotazo. No encontraba nada raro. -¨¿A que vas a Buenos Aires, la pandemia esta durisima allá.¨- El repentino tono paternal, hacia parte de su ya practicado acto de inquisidor.

Yo esperaba mi turno; exhausto y con ganas de acostarme en una buena cama. Traía más de 7 mil kilómetros recorridos desde mi salida de Bogotá. En bus, lancha, tren y a pie; había sido un viaje largo que todavía estaba lejos de llegar a su final. La sombra de la gripa porcina me había acompañado en cada paso, en cada bocanada de aire, en cada terminal de bus. Era un ruidoso monstruo que hasta ahora no había atacado. Muy al contrario, su compañía había sido imprescindible. Las partes del viaje donde no se había hecho oír, habían sido las más desoladoras.

El agente Caicedo estornudó. Su tapabocas se infló con las miles de diminutas partículas que salieron de su boca. El boliviano lo miro asustado. De nuevo me sentí tranquilo, como en casa.