Trujillo y los perros sin pelo , página 7

En Trujillo empece a enamorarme del Perú. La ciudad en sí, no es bonita. Pero fue de nuevo la mala suerte en el cronograma de viaje lo que me llevo a conocer las primeras ruinas ancestrales. Era casi la una de la tarde. Aconsejado por un taxista estaba en el terminal de buses de Cruz del Sur. Según él lo mejor para llegar a Lima. El problema es que el único bus salía a la once de la noche. Estaba molido, sucio y con la espalda hecha una sola hinchazón. No había de otra. Compre el tiquete, guarde mi maleta en la terminal y me fui para la plaza central de Trujillo. Su mayor atractivo, era su iglesia. De nuevo empezaba a sufrir, imaginado una tarde durmiendo una misa. Un muchacho, vestido con un chaleco rojo de tours noseque. Me ofrece un paseo de tarde. Las ruinas de lo uno y de lo otro, el palacio de Chan chan y el remate en la playa de Huanchaco.
Las primeras ruinas, solo llaman la atención porque aparecen de golpe en medio de casas de barrios populares. Como si en medio de esa vecindad, de repente viviera un viejo cacique. No tienen gran atractivo para alguien que no sepa de historia. En el templo de Chan Chan encuentro el primer monstruo de la expedición. El monstruo dormitaba la tarde, en medio de paredes centenarias. Era un perro bien feo, sin pelo y con una larga trompa. Se veía agresivo, pero en realidad era manso y noble. Su compañera era gris, igualmente fea. Les tire un pedazo de pan y ninguno se molesto en recogerlo. Apenas si movieron sus largas orejas de murcielago. El templo era inmenso y la majestuosidad de los que habían habitado alguna vez allí todavía era palpable. Por un momento me perdí de la excursión en lo que parecía un inmenso campo de fútbol. Allí llego el perro. Caminaba perezosamente. Era un ser del pasado, un monstruo del presente que había huido a la extinción de su pueblo.

La tarde remató con broche de oro en una playa de surfers, lodosa y gris. El ocaso de la tarde brillaba sobre el mar, acechando un par de canoas de paja que surcaban las aguas del Pacifico. Era Huanchaco. Aquí volví a ver el otro tipo de gringo que habita estos lugares. El hippie gringo, que vuelve hippie al nativo irreverente. Un grupo de gringos hippies, con sus trajes de surfers, fumaban marihuana y alistaban sus tablas. Me acerque a tomarles una foto. Sonrieron y me ofrecieron un porro. Lo fume despacio y me fui hacia el muelle. El mar amenazaba con romper las tablas. Recordé que no había comido en todo el día y de repente me dio hambre.
Cuando regresé a Trujillo me comí un plato de arroz e hígado. Luego, junto a un grupo de peruanos, atiborrados en la sala de espera del terminal, apoyé un equipo de volleyball femenino que jugaba contra unas asiáticas. Viniendo de un país de ciclistas y futbolistas, era absolutamente delirante estar viendo volleyball. Cuando llego la hora de subirme al bus, mi sorpresa fue mayor. El bus era de dos pisos. Cada silla era ancha, casi una cama sencilla. Contaba con dos terramozas que yo asumo descienden de las aeromozas. Una de ellas me paso una frazada y me dijo que no me durmiera, ya iban a servir la comida. Sus uniformes eran sexuales, como los de las azafatas de avión. Igualmente, el porro y el cansancio me durmieron. Lima estaba a una noche de viaje. Y mi amigo Carlinchi, un antiguo compañero de vagancia y parranda de mis años de estudiante en Londres, me esperaba.

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